Tropas alemanas izan la bandera de la svástica
(Acrópolis de Atenas, 1941)
Félix de Azúa - El País 03/01/2012
La alarma comenzó a entrar en mi adormecida conciencia aquel año,
cuando, de visita por el British Museum, observé que la zona de los
griegos donde duermen los mármoles de Elgin, posiblemente la obra de
arte suprema de la humanidad, estaba desierta. No era fiesta, ni nevaba,
ni había partido del Manchester, no se había muerto nadie de la familia
real, era un día vulgar. Y lo que es peor, las salas dedicadas a Egipto
estaban llenas a rebosar. Cientos de visitantes huroneaban por entre
los Isis y los Osiris y los Ibis como en una feria masónica. De vez en
cuando se oían gozosas carcajadas de adolescentes.
Me dije entonces que seguramente aquello era debido a que los
egipcios habían ganado el mercado audiovisual gracias a las películas de
momias, alguna de las cuales me había parecido excelente, con mucho
efecto virtual y desiertos enteros que se transformaban en colosos
ululantes o en plagas de escorpiones, indistintamente. También habían
ganado el mercado gore porque un cadáver podrido, con jirones de
lana colgando entre sus miembros deshechos, siempre produce una
impresión mayor que el dios Hermes con sus alitas en los tobillos.
Siguiendo
el razonamiento también me dije que con los griegos era sumamente
difícil hacer películas de terror y no te digo películas gore. Es
de lo más embarazoso imaginar a los dioses o a los héroes griegos
tratando de infundir miedo, pero no por las falditas (que es mentira que
las usaran) o las trenzas (otro mito), sino porque todo lo que tiene
que ver con Grecia pertenece al lado opuesto del terror, a pesar de que
Nietzsche hizo esfuerzos ímprobos por facilitarles también esa parte.
Grecia admite el misterio, el terror y el horror, sí, pero siempre
mirándoles fijo a los ojos, sin hacer aspavientos, sin dar gritos o
agarrarse al brazo del vecino de butaca. Una cosa digna.
Este
absoluto olvido de Grecia o esta imagen de Grecia cada día más
intempestiva, se remata por el lado político gracias a los regímenes
actuales que se parecen a los egipcios, como los emiratos árabes, Cuba,
algunos pueblecitos vascongados, Corea del Norte, en fin, esos lugares
en donde la teocracia se une al uso estúpido de la violencia contra el
contribuyente. En cambio, no se me viene ahora a las mientes un solo
régimen político actual que se parezca a Grecia. A lo mejor la isla de
Bali, pero como solo la tengo de oídas, no la considero digna de un
juicio apodíctico.
Así que por el lado del espectáculo, Egipto, y
por el lado moral, también. ¿No es un extraño y desolado destino el de
Grecia, origen, según se dice, de Occidente? ¿Arranque de la democracia
occidental? ¿Milagro del Logos que borró de un chispazo la superstición
arcaica? ¿Primer paso en la implacable marcha hacia la libertad de los
pueblos soberanos? ¿O es un timo?
Yo no sé si hay en la actualidad
mucha gente que se haga estas preguntas, lo cual redunda en el triunfo
absoluto de los egipcios, pero si la hubiere, puede pasar un rato
excelente leyendo un poema, incluso si en su vida ha tenido la tentación
de leer un poema. No es un poema cualquiera, es uno de los más grandes
poemas del poeta más grande de todos los tiempos, un alemán poco
divulgado en el bachillerato español, de nombre Friedrich Hölderlin,
muerto hace casi dos siglos, en 1843. El poema se llama El Archipiélago y ha recibido una nueva y emocionante traducción editada por La Oficina.
Había
ya muy buenas traducciones, pero no importa. En realidad a Hölderlin no
se le puede traducir y sin embargo las peores traducciones de Hölderlin
suelen ser mejores que cualquier poema contemporáneo. Ahora bien, la
traducción de Helena Cortés tiene un añadido sumamente agradable: está
construida íntegramente en hexámetros, que es el verso del original. Hay
quien dice que el hexámetro no da en castellano, pero que no cunda el
pánico: tampoco daba en alemán. El artificio de Helena Cortés reproduce
el artificio mismo de Hölderlin, quien trató de aproximarse a Grecia con
el verso más parecido posible al mármol de Paros.
El poeta alemán
vivió en el momento de máxima adoración a Grecia, eran los tiempos de
Winckelmann, de Goethe, de Schiller, faltaba poco para las excavaciones
de Schliemann. La Grecia mitificada por la Ilustración se había
convertido en el ideal de todos los revolucionarios y demócratas
europeos. En 1824 había muerto en Missolonghi el pobre Lord Byron cuando
trataba de ayudar a los griegos en su lucha de liberación contra los
turcos, pero por desdicha había descubierto que las armas que les
proporcionaba con dinero de los servicios secretos británicos, los
griegos se las vendían de inmediato a los turcos. Había ya entonces un
problema en ese país. Así que Byron contrajo una enfermedad antigua y se
murió.
Hölderlin conocía como nadie y amaba como ningún poeta ha
amado y comprendía como ningún sabio ha comprendido a la antigua Hélade.
De manera que sabía perfectamente que la hermosa Grecia nunca había
existido, sino que más bien Occidente había construido el mito griego
para que su propio destino viniera de algún lugar y fuera hacia alguna
parte. Este peliagudo asunto, es decir, que el origen de Occidente es
Grecia y que ese origen nos indica a dónde debemos ir, está muy
claramente expuesto en el epílogo de Arturo Leyte a la edición que
comentamos. En efecto, una vez desaparecido el sueño de Grecia, ¿qué le
queda a Occidente? Nosotros ya sabemos lo que nos queda: Egipto, pero
cuando Hölderlin comprendió el horror que nos esperaba era un caso
único, porque Europa entera estaba enamoradísima del ideal griego. Viene
en el libro una fotografía espeluznante: el ejército de ocupación
alemán levantando la bandera con la esvástica delante del Partenón.
Incluso aquellas bestias necesitaban el amparo de Atenas para
justificarse. Sin ese origen, no tenemos destino, solo distracciones y
mercancías.
¿Y el poema?, me dirán ustedes. El poema es demasiado
hermoso y demasiado grande para que se lo comente este gacetillero. Es
un poema para ser leído despacio, en soledad, observando con mucho
cuidado cada verso, saboreando la portentosa traducción, y mirando de
vez en cuando el horizonte. Comienza el poeta preguntando si ya han
regresado las grullas, como en cada primavera, y acaba ofreciendo al
lector, por todo consuelo, la memoria del silencio.
Artículo e imagen originales en El País
"Archipiélago" (Fragmento)
de Friedrich Hölderlin