Por Blanca Andreu
(Revista "Mercurio". Enero 2012)
Cuando llegué por primera vez a Atenas y vi sus colinas, el tremendo farallón recortado en el cielo y la fantástica corona de columnas, me dije:
-¿Cómo puede ser tan bella?
Era la menos enfática de las ciudades, la más natural con su cabellewra de cipreses y olivos. Pensé que me habría gustado verla con caballos.
Mucho después, la última vez que estuve allí, desde la terraza de un hotel que domina la ciudad, me di cuenta del secreto —oculto en la evidencia— que anima su belleza: Atenas tiene el campo dentro.
No
solo el trono de los antiguos dioses resulta ser un monte virgen
engarzado en plena ciudad. También Likabitos, el cerro donde habitaban
antaño camadas de lobos, está incrustado en medio de la urbe. Desde la
altura se ven grandes meandros de campo que entran y salen como oleaje y
se suman a los jardines, a las enormes excavaciones y a los entornos de
las ruinas clásicas.
Ahí mismo, en la Akrópolis, los
lirios crecen libres y hay anémonas y adelfas sin colegiar y lechuzas
blancas que sobrevuelan el declinar de las Pléyades.
Además,
Atenas es la ciudad europea habitada por más animales en libertad y la
que más respeto muestra por ellos. “La salud de un pueblo es la salud de
sus animales”, decían los antiguos.
En las estelas,
en los frisos, en las esculturas funerarias y en la alfarería
arqueológica aparecen no solo los caballos —a quienes atribuían la
máxima belleza— sino los perros. Y es que en Atenas son ciudadanos de
pleno derecho. A los perros de Atenas solo les falta votar, aunque nadie
duda de que influyan en las corrientes de opinión, como el famoso
Lukánikos, el perro que no se pierde ni una sola de las manifestaciones
antisistema. Se los llama adéspota,
que significa “sin dueño”. Son completamente libres. A veces se pasean a
su aire por el Partenón sin comprar entrada, circulan por Síntagma
respetando los semáforos, se tumban al sol en Plaka, o se acercan a un
restaurante a comer. Viven, en suma, su vida independiente como todo
griego que se precie. Ellos mismos eligen a sus proveedores. A menudo,
en los mejores hoteles de Atenas, en las entradas porticadas donde un
conserje vestido de mariscal monta guardia, suele reposar algún perro
instalado en una alfombrita, a veces viejo y ya despeluchado o medio
cegato, cuya visión los ricos arrogantes deben soportar sin rechistar.
Incluso hay uno, Hispas, que ha decidido adoptar a la Embajada Española
como socio.
También es una ciudad de gatos lustrosos
que celebran concilios a la puerta de las tabernas, de palomas que
planean como buitres a la hora del desayuno, de descarados gorriones que
se atreven a posarse en las terrazas de Plaka al borde del plato del
pan.
Mirando a la izquierda desde el enorme farallón
puede verse el antiguo barrio de los alfareros, que ahora, junto con la
necrópolis, forma el gran museo arqueológico del Ceramikón. Allí, donde
aún permanecen los restos de los héroes de Maratón, dormita entre la
hierba una colonia de tortugas, tan campantes y felices bajo el sol
griego como desdichadas y hacinadas malviven en la estación de Atocha de
Madrid, que parece el Pozo Negro de Calcuta de los quelonios, un
centenar de tortugas “ornamentales”.
Casualmente, en
griego se utiliza la misma palabra para el caparazón de las tortugas y
para los pedazos de la cerámica que los alfareros destruían cuando una
pieza resultaba defectuosa. Esos trozos cóncavos, llamados óstraka, servían para votar las condenas al ostracismo de los miembros detestados por la comunidad.
Esa
costumbre, que en principio parece tan envidiable, tuvo que suprimirse
cuando degeneró dando lugar a grandes injusticias. La más notable fue la
de Arístides, apodado el Justo. El propio Arístides contó que el día de
la votación se le acercó un sujeto que no sabía escribir y le preguntó
si le importaría anotar su voto en su óstrakon:—Por supuesto —respondió el gran hombre— ¿Qué nombre quiere que escriba?—“Arístides” —le dijo el otro, que no lo conocía.—¿Y por qué “Arístides”? —inquirió él, muy sorprendido.—No lo he visto nunca, ni sé de él que haya hecho nada malo, pero estoy harto de escuchar que todos lo llaman “el Justo”.
Contaba
Benet que los triunfos romanos se construían en piedra, en tanto que
los triunfos griegos se levantaban con madera y a los veinte años se
destruían. En parte, supongo, a causa de aquellos que estaban hartos de
oír hablar de cómo Milcíades, o quien fuera, les había dado para el pelo
a unos xenoi. Sin embargo,
cualquiera puede advertir que hay una gran sabiduría en esa norma que
combatía la arrogancia más allá del justo orgullo y que acreditaba la
soberanía del tiempo sobre los hechos, en tanto que, de paso, espabilaba
al que se había dormido en los laureles.
También —y sobre
todo— hay una altísima sabiduría en la ley tácita que obliga a los
restaurantes y las tabernas a dar algo de comida a cualquier necesitado
que se acerque a mendigar. Cuando me enteré de su existencia, me vino a
la mente la vieja bossa nova de Vinicius de Moraes: “Se todos fossem iguais a você / qué maravilha viver”.
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