Ruinas del templo de Apolo (Delfos) / Will & Deni McIntyre / Corbis
Antonio Muñoz Molina en El País
Que todo suceda tan rápido será un signo de estos tiempos
angustiados. Afilada por la expectación de lo inminente y lo casi
siempre temible la conciencia no tiene más remedio que mantenerse más
alerta que nunca. El sábado por la noche, en una cena familiar en la que
se discuten las últimas noticias alarmantes, escucho por primera vez el
nombre de un helenista español que vive en Atenas y que escribe desde
allí un blog sobre Grecia. El domingo, en la feria del Retiro, un
librero me pregunta si conozco a Pedro Olalla y cuando le digo que no me
regala Historia menor de Grecia,
diciéndome que no puedo dejar de leerlo: entonces caigo en la cuenta de
que su autor es el mismo del que oí hablar por primera vez la noche del
sábado. Como el libro es de Acantilado incita en seguida a que las
manos lo abran y entra por los ojos. En el taxi de vuelta a casa ya lo
voy hojeando mientras la radio salta del fútbol a las noticias sobre el
rescate financiero de España. Esa noche me quedo leyendo hasta que se me
cierran los ojos. Solo he interrumpido la lectura para buscar por Internet el rastro de Pedro Olalla,
que resulta ser un hombre joven y enjuto que habla y escribe con la
misma solvencia sobre la Grecia clásica y la Grecia de ahora, sobre el
fundamento griego de casi todas las cosas mejores que tenemos y sabemos y
sobre el desastre de una Europa subordinada a los grandes poderes
económicos, deshabitada de ciudadanía, estragada por clases políticas
incapaces y corruptas.
Soy más proclive a pensar en la tradición de los griegos porque hace
solo unos días he estado en el lugar donde la descubrí. He visitado el
instituto donde hace cuarenta años oí hablar por primera vez de Homero,
de Sócrates, de Pericles, de la idea de la democracia y del pensamiento
racional, del individuo como ciudadano, del héroe trágico que ejerce su
libertad y ha de hacer frente a las consecuencias de sus actos. Ante un
grupo de adolescentes bastante burdos y con frecuencia desganados, un
profesor entonces mucho más joven de lo que nos parecía a nosotros
explicaba los enigmas de la lengua griega y hablaba apasionadamente de
dioses y héroes, de la guerra de Troya y la ceguera de Edipo y la
condena injusta de Sócrates. Aquel profesor, don Francisco Navarro,
habría merecido que le hiciéramos más caso. Y aunque uno andaba
trastornado por sus efervescencias hormonales y por su hosca y confusa
rebeldía algunas cosas se le quedaron para siempre de aquellas clases de
Griego: el gran arquetipo narrativo del viaje de Ulises, por ejemplo;
la idea de la resistencia frente a la tiranía, representada heroicamente
por las ciudades griegas que se unen contra la invasión de los persas;
la noción del individuo que somete a duda los dogmas acatados por todos y
que en nombre de su soberanía personal está dispuesto a morir. Si
teníamos la capacidad de imaginar un sistema político en el que se
pudiera respirar más anchurosamente que en aquel país eclesiástico y
cuartelario en el que habíamos nacido era gracias a que unos griegos de
veintitantos siglos atrás habían inventado la palabra y la idea de la
democracia.
Mucho más habría podido aprender si hubiera prestado atención, pero
una palabra que le escuché por primera vez a mi profesor de Griego la he
tenido siempre presente: hubris. La hubris era la
desmesura en la ambición o el exceso de confianza en las propias fuerzas
que ciega a los soberbios y los empuja al desastre. En todo empeño
humano hay un límite, una medida que la embriaguez del poderío o del
éxito anima a traspasar. El soberbio es el único responsable de su
propia perdición, pero las consecuencias de su insensatez arrastran
también a los inocentes y a los débiles. No es un mal dictamen para
comprender estos tiempos.
El aula de instituto en la que yo aprendía estas cosas a los quince y
dieciséis años podría formar parte de la trama del libro de Pedro
Olalla. Por su título y su portada parece que trata en exclusiva de la
Grecia clásica, pero va mucho más allá, y llega mucho más cerca de
nosotros. Cada breve capítulo es como una polaroid en la que la
imaginación literaria se combina con el conocimiento histórico más
serio para ofrecer un episodio de los orígenes o de la larga cadena de
transmisiones y resonancias de la actitud humanista hacia el mundo, que
es el legado específico de los griegos. En las costas de Jonia, en torno
al año 750 antes de Cristo, un poeta decide que además de los hechos de
guerra y las proezas de los héroes contará sus debilidades humanas, su
capacidad de ternura o de sufrimiento; en Atenas, el año 431, todavía en
los principios de la guerra del Peloponeso, Pericles pronuncia un
discurso fúnebre en el que celebra la libertad personal y el respeto a
las leyes de todos como rasgos de la ciudadanía; en Alejandría, dos
siglos después, un poeta llamado Dioscórides copia sobre un papiro unos
versos celebrando la belleza y la sensualidad de su amante Doris; el año
10 de nuestra era Pítilo, ciudadano de Antigonia, dedica en un templo
la inscripción en piedra en la que conmemora la liberación de sus
esclavos. Todo sucedió hace mucho tiempo y ayer mismo: Eratóstenes
calcula con precisión asombrosa el diámetro de la Tierra; se funda la
biblioteca de Alejandría y al cabo de unos siglos ya está incendiada y
no quedan ni ruinas de ella; la filósofa Hipatia es martirizada por una
chusma de cristianos fanáticos; Petrarca recibe unos códices recién
llegados de Bizancio que contienen la Ilíada y la Odisea
y apenas puede descifrar unas palabras, porque no sabe griego; solo en
su torre, en 1571, Montaigne decide que irá tomando apuntes de sus
lecturas de los maestros griegos y latinos, y nutriéndose de ellos funda
la conciencia moderna. En 1955, en la isla de Ischia, un arqueólogo
descifra en los fragmentos recién excavados de una copa de barro la que
bien podría ser la inscripción más antigua en griego…
Pedro Olalla dice que aspira a ser rigurosamente histórico en cuanto
al contenido y rigurosamente literario en cuanto a la forma. En ese
propósito se parece al inmenso Gibbon, que en los miles de páginas de su
Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano junta la
potencia narrativa de varias docenas de novelas. Y también me recuerda
las melancólicas evocaciones de la historia antigua de Cavafis, y esas
viñetas históricas insuperables en las que Borges mezcla la erudición de
Gibbon con las visiones fantásticas de Marcel Schwob. La trama abarca
milenios y sus ramificaciones son casi ilimitadas, pero la médula de lo
que Pedro Olalla quiere contar es el devenir de la noción ilustrada del
individuo autónomo y la sociedad libre gobernada por la ley. En cada ser
humano y en cada momento de la historia se está debatiendo siempre la
primacía de la racionalidad o de la barbarie oscurantista, la de la
libertad o la sumisión. El ahora mismo es un capítulo en esa Historia menor que Pedro Olalla podría seguir escribiendo.
Historia menor de Grecia.
Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos.
Pedro Olalla. Prólogo de Nikos Moschonas.
Acantilado. Barcelona, 2012.
384 páginas. 24 euros.
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