sábado, 12 de abril de 2008

ATARDECER EN SARAKÍNIKO


Extracto del "Diario de Nikos-Emmanuel":

"Hoy paso mi última tarde en Milos. Mañana a estas horas estaré paseando por alguna calle del centro de Atenas, y esta maravillosa isla será tan sólo un recuerdo en mi memoria, en mi álbum de fotografías y en mi corazón.
No quiero marcharme de aquí sin conocer Sarakíniko, la gran "estrella" de las playas de Milos. En la guía turística he leído que el nombre de Sarakíniko procede de la palabra griega "Σαρακηνός" (sarakinós), que quiere decir "sarraceno", pues parece ser que este lugar se constituyó en refugio y escondite de los corsarios musulmanes que se dedicaban a saquear las pequeñas islas del mar Egeo.



Una cadena en el camino nos impide seguir adelante. Antonis detiene el coche allí mismo, mientras María me explica que la cadena fue instalada para impedir que los coches llegasen hasta el borde mismo del mar, ennegreciendo así con sus neumáticos la blancura del terreno. Descendemos a pie por un camino, mientras voy quedando maravillado por las increíbles formaciones rocosas que se extienden a derecha e izquierda. Se diría que son capr
ichosas esculturas abstractas cinceladas por un loco artista.
Me siento impresionado por la blancura del paisaje y por la ausencia total de vegetación. Creo que estoy caminando por la mismísima luna. Ando como enloquecido. Cada forma caprichosa de las rocas, cada cavidad llama mi atención. Ya no sé a dónde apuntar con el objetivo de mi cámara, ¡es todo tan hermoso y tan extraño a la vez! De pronto escucho a lo lejos la voz de Antonis: "¡Aquí, aquí!", grita. Me vuelvo y lo veo erguido, inmóvil como una estatua, sobre un pedestal esculpido por el mar y el viento. ¡Eso bien vale una foto!




La tarde va cayendo poco a poco. El terreno, de un blanco cegador cuando el sol está en su apogeo, va adquiriendo lentamente una suave tonalidad cremosa y, más tarde, rosácea. Mientras nos acercamos al mar, María y yo jugamos a declinar palabras. En la lejanía se escuchan las voces de los últimos bañistas, ya en retirada. Gritos de "¡vámonos!", "si no vienes, ahí te quedas", "¡dáte prisa, maláka!"...


De pronto advierto que nos hemos quedado los tres solos. Tomamos, como aquellos piratas sarracenos, posesión de Sarakíniko. ¡Sí, señor! Sarakiniko es nuestro.
El paisaje lunar se ha vuelto ahora polar. parece que en cualquier momento se nos va a cruzar por delante una tribu de pingüinos; tal vez un oso polar... Pero no; no estamos en la Antártida. Seguimos en Grecia, en el Mediterráneo oriental, en el centro mismo del mar Egeo, ese mar de cuyas entrañas han salido imponentes Poseidones de bronce y hermosas Afroditas mutiladas, ese m
ar que atesora todavía tanta Historia en sus profundidades.



Observo que en el blanco suelo de Sarakíniko hay unas grietas enormes , a través de las cuales se escucha el ruído aterrador del batir del mar bajo nuestros pies. Antonis me explica que nos encontramos sobre una enorme cavidad penetrada por el mar y que, en los días en que impera el fuerte viento, por esas grietas sale a presión el agua del mar, como si de un "géiser" se tratara. Creo que mi corazón late ahora más rápido. Siento más que nunca mi pequeñez ante la Naturaleza y su fuerza inmensa. Contemplar una tempestad en Sarakíniko, un día de
frío invierno, debe ser algo terrible y magnífico a la vez. Todo un espectáculo.


Caminando un poco más por el borde de los impresionantes acantilados, descubro un viejo barco encallado muy cerca de la costa que contribuye más, si cabe, a darle un aire trágico al increíble paisaje. Tal vez una terrible tempestad como la que acabo de imaginar lo empujó hasta las rocas y lo convirtió en una atracción turística más de la isla para siempre. Ahora nadie abandona Sarakíniko sin haber posado antes con el naufragio como fondo. ¡Yo tampoco!

De pronto me doy cuenta de que me he quedado completamente solo. María se ha ido alejando poco a poco mientras buscaba conchas y caracolas fosilizadas; Antonis, cámara fotográfica en mano, ha desaparecido entre las rocas. Sí, estoy solo y Sarakíniko es mío, completamente mío. El mar bate bajo mis pies y hace temblar la tierra que piso. El sol también se ha ido; tan sólo una línea azafranada entre el cielo y el mar ha dejado como recuerdo. Sin buscar, encuentro una forma pétrea perfecta para mi cuerpo. Algo así como un sillón o una tumbona ergonómica esculpida por la narturaleza hace miles de años. Mi espalda encaja perfectamente en la roca, los pies en alto para un buen retorno de la sangre hasta la cabeza. Terapia natural al cien por cien. Fotografío uno de los pocos momentos de mi vida en que he sentido la paz y la serenidad absolutas. Cierro los ojos y me duermo arrullado por el relajante sonido del mar... Quiero que este instante sea eterno. ¡Que no corra más el tiempo, por favor!"


Pero el tempo sigue incontenible su camino, y escucho la lejana voz de María proponiéndome declinar una nueva palabra, que en este caso es un verbo: "regresar". Me levanto y echo una última mirada al mar, al barco abandonado, al horizonte donde ya no se distinguen cielo y mar, a las caprichosas rocas, a "mi" Sarakíniko.

En el camino de regreso el paisaje vuelve a ser lunar. La luna aparece sobre el horizonte y no puedo evitar hacer una última fotografía : "La luna vista desde la luna"...
Ahora me espera una tabernita en la playa de Papikinú, donde compartiré mi última cena en Milos con mis amigos y anfitriones.
Mañana me espera un barco que me llevará de regreso a Atenas."