Nuevas
investigaciones reabren la polémica
acerca de la autoría de La Ilíada y La
Odisea
Juan Bonilla / El Cultural.es 21/06/2013
Cada siglo tuvo su Homero, creyó o no en la existencia del aedo ciego al
que se atribuye la autoría de la 'Iliada' y la 'Odisea'. Pero la llamada
"cuestión homérica" no ha perdido su encanto. En los últimos tiempos
se multiplican las novedades editoriales, las conjeturas inéditas, los
descubrimientos inesperados. El canto de las sirenas nunca fue tan seductor.
Homero es una cáscara vacía,
dijo Nietzsche en famoso discurso: “creemos en un gran poeta autor de Ilíada y
Odisea, pero no creemos que ese poeta fuese Homero” Para Nietzsche, Homero era
sólo un nombre divino como Orfeo, Dédalo u Olimpo, una cáscara vacía,
literalmente. El verdadero autor de los poemas sacrificó su nombre propio en el
altar del padre de toda la poesía épica.
Creo, sin dudarlo, en
Homero, dice Luis Alberto de Cuenca en el prólogo a la traducción de los dos
primeros cantos de Iliada (Reino de Cordelia, 2011). De Cuenca considera
malsana y aburrida “la cuestión homérica”, un asunto que ha tenido entretenidos
a cientos de especialistas en pos de averiguar quién fue Homero, si fue
alguien, si es sólo el aedo que recopiló diversas muestras de poesía oral para
juntarlas en un inmenso monumento que no sólo es la primera pieza de la épica
griega, sino también el punto más alto de la misma, además del único poema,
junto a la Odisea, que se conserva íntegro. ¿Son los poemas inaugurales de
nuestra civilización de veras, o, al ser ambos cumbres, no pueden sino ser lo
que nos queda, junto fragmentos desperdigados de otras obras, de una tradición
de escritura que no pudieron inaugurar ellos? Aparecieron juntas, así, de
repente. Eduardo Gil Bera, en un libro que si se considera novela es
deslumbrante y si se considera ensayo también (Ninguno es mi nombre,
Pre-Textos, 2012), se pregunta: ¿Qué fue de Homero? ¿Quién escribió la Odisea?
Un autor en distintas edades
Quienes optan por hacer de
Homero autor de Ilíada y Odisea, explican las diferencias de estilo y magnitud
de ambas obras aduciendo que la primera la escribió un hombre joven y la
segunda el mismo hombre ya viejo. Los khorizontés, por su parte, sólo admitían
la Ilíada como obra de Homero, pero Aristarco y la Escuela de Alejandría del
siglo III sofocaron sus opiniones imponiendo la idea de un solo autor de
diferentes edades. Fue en 1795 cuando, basándose en intuiciones del Abad
d'Aubignac, Friedrich Wolf puso en circulación un Homero formado por distintos
poetas anónimos de épocas diversas, de donde en los poemas de Homero hubiera
tantísimas interpolaciones, repeticiones, fallos de racor e incoherencias.
Nacía el ateísmo homérico.
Ilíada es un collage compuesto de muy diversas piezas que contienen desde
escenas de un lirismo aterrador -ese encuentro entre Príamo y Aquiles en que el
anciano va a rogar al asesino de su hijo que devuelva el cadáver de Héctor-
hasta actas notariales -el famoso catálogo de naves. En el siglo XX se volvió
al unitarismo: un Homero, dos poemas. Luis Alberto de Cuenca no sólo cree en
Homero, cree también en que Homero no era un hombre de letras, siguiendo a
Millman Parry, que, estudiando a bardos yugoslavos, inició una nueva línea de
investigación en los estudios homéricos, hasta el punto de que se le ha llamado
el “Darwin de los estudios homéricos”.
Parry sostenía que las
fórmulas de los poemas homéricos habían sido concebidas con sumo cuidado y
economía, no sólo para su interpretación oral -pues los de Homero eran poemas
que se expandían en actuaciones de aedos que recorrían el mundo-- sino también
para dejar oportunidad a esos aedos homéridas a que improvisasen dependiendo de
las necesidades de su público o sus reacciones ante lo que se les iba cantando.
En Homero, de C.M. Bowra, (Gredos, 2013) el erudito y profesor de Oxford, del
que Cyril Connolly dijo que “observaba la vida como si fuera una tragedia en la
que los grandes poetas eran los héroes que se defendían intentando darle un
sentido a la vida”, sigue ciegamente a Parry en el asunto de la composición de
la Ilíada: cree en la composición oral.
Gil Bera por su parte, en la
primera página de Ninguno es mi nombre, con harta gracia, pone contra las
cuerdas la tesis de que la Ilíada y la Odisea fuesen poemas orales antes de
ponerse por escrito: “Es imposible que un fenómeno tan extraordinario fuera
consecuencia de la calidad de los poemas. Tuvo que pasar algo más. Fueron los
homéridas, dice la historia, unos señores que andaban por las ciudades jonias
jactándose de poseer el monopolio y la herencia de Homero. Eso lo aclara todo.
Si antes teníamos un hecho inexplicable, ahora tenemos unos centenares. Porque
es lo más natural del mundo que cientos de rapsodas se pongan en función a la
vez... ¿Quién pudo tener el poder y el saber necesario para promover esa
empresa hacia la última década del VII a. de C.? Ese desconocido fue el primer
editor de la Ilíada y la Odisea?”.
Tales de Mileto y la Odisea
Le escribo a Gil Bera: Dame
una razón para noquear la “oral poetry”, y me responde: “ la épica griega nombra
a sus personajes mediante anagramas alfabéticos rebuscados (con las letras de
la diosa Opíleks, por ejemplo, crea el nombre de la ninfa Calipso y también el
del médico Asclepio). Esos nombres no pueden ser anteriores al alfabeto, y la
épica en cuyo seno se crean no puede ser poesía oral. Creer en la poesía oral
como esencia original de los poemas homéricos, es como creer en los pastores y
las ninfas del Tajo de quienes Garcilaso lo apuntó todo medido y rimado. La
literatura existía dos mil años antes que la Ilíada, y la propia Ilíada se
escribe cuando el alfabeto lleva dos siglos de uso entre los griegos. Creer en
la poesía oral en tales condiciones y a la vista de semejantes obras es
pretolemaico”.
La investigación de Gil
Bera, le lleva a Tales de Mileto, a quien propone como editor de la Ilíada y
autor él mismo de la Odisea. Tenía poder suficiente: no sólo era uno de los
sabios de Grecia, sino también maestro de jueces y audaz científico. Los pocos
helenistas que se han detenido en el libro de Gil Bera se han limitado a
calificarlo de disparate. Le pregunto a Gil Bera ¿por qué la comunidad
científica no se ha tomado la molestia de entrar en su Sumario ni para
impugnarlo? Y me responde: “Qué van a hacer los pobres. Tome usted un
especialista y confróntelo con la inscripción de Opíleks (nombre que aparece en
la base de una estatuilla de la acrópolis de Gortina): no la sabe leer, porque
no hay bibliografía, por lo tanto siente que se trata de algo ajeno a su
quehacer, no está en su paisaje, es algo que no ve. Lo mismo con Velena, el
nombre antiguo de Helena, como diosa de la guerra. Un mero cotejo en busca de
doricismos muestra que el escudo de Aquiles es de la misma mano que la Odisea,
pero distinta del resto de la Ilíada. Son materias de estudio del helenismo del
futuro.”
¿Obras de una mujer?
También de disparate fue
calificada, en el XIX, la serie de panfletos que Samuel Butler escribió
proponiendo que Ilíada y Odisea eran, no sólo obra escrita de un mismo autor,
sino también que ese autor era mujer. En La reinvención de Homero de Andrew Dalby
(Gredos, 2012), se recoge ese guante, que le había servido por cierto a Robert
Graves para escribir una de sus más conseguidas novelas históricas, La hija de
Homero (recién reeditada ahora por RBA). Dalby no cree en Homero, por lo menos
no cree en la “teoría de la oralidad”, en ese ejército de rapsodas que
recorrieron el mundo aprendiendo una gramática de fórmulas que en cada ocasión
producían un artefacto único. La Ilíada no pudo quedar consignada a partir de
esas actuaciones, sino que fue compuesta para ser escrita: o sea, composición y
escritura se dieron a la vez, no tuvieron que esperar a que Pisistrato, en el
540 a de C, mandara que quedase por escrito lo que había recorrido mundo siendo
cantado.
Dalby intuye que el poeta de
Ilíada, criado en el seno de una tradición oral, ya conocía lo que era la
escritura. Fecha la Odisea veinte años después que su hermana, e intuye que el
autor fue el mismo, sólo que, como es normal por el tiempo transcurrido, menos
dado a repetir errores. El acto de escritura tenía que darse en una esfera
privada, y dado que en la Grecia arcaica ese ámbito estaba regido por las
mujeres, el autor de las obras debió ser una mujer: Dalby cree en una Safo
épica, aunque, muy precavido, opone algunas objeciones a la hipótesis: por ejemplo,
el hecho de que ningún autor de la antigüedad mencionara la posibilidad de
autoría femenina. Pero como hipótesis científica es poco prometedora, pues
basarse en que la esfera privada era un ámbito regido por mujeres para deducir
que una mujer debió producir la Ilíada, es tan solvente como decir que en el
ámbito privado no tenían más remedio que quedarse los enfermos, de donde quien
escribió el poema tuvo que ser un enfermo que tenía que quedarse en casa porque
sus heridas no le permitían salir a la intemperie. Y no hablemos de los niños,
quizá pudo ser un niño prodigio de diez años el que, aprovechando las
condiciones de la esfera privada, escribiera la Ilíada.
La guerra de Troya
Por su parte Joachim Latacz
(Troya y Homero, Destino) investiga la posibilidad de tomar la Ilíada como
fuente, bien que secundaria, para conocer qué fue Troya, qué fue la Guerra de
Troya. Es decir, tomarse en serio a Homero, hurgar en él en pos de fidedignos
detalles acerca del imperio hitita. ¿Por qué Troya es Ilios en la Iliada? ¿Por
qué fallan tantos hexámetros donde aparece la palabra Ilios? Se arreglaría
fácilmente imponiéndole una “w” que se perdió en el camino. Wilios. O sea,
Wilusa. O sea, la ciudad hitita. Latacz no tiene interés en averiguar quién fue
Homero, considera que poner una X en lugar del nombre o sustituirlo por otro
cualquiera sin pruebas suficientes sería quedarse en el mismo sitio: su interés
esencial es geografiar ese enigma que fue Troya y que poco a poco, con cientos
de piezas a la semana, va emergiendo del subsuelo. En el prólogo al libro,
traducido por Gil Bera, éste declara: “La forma de investigar ha cambiado. El
humanista clásico, encastillado en su formación grecolatina y acercándose a
Troya desde su eurocentrismo histórico, es una figura del pasado. En la
investigación actual tienen su lugar otras disciplinas, desde la arqueozoología
y la prospección magnética, hasta la anatolística”.
El acierto del desorden
Monumental es la investigación de A.L. West en The
Making of Iliad (Oxford University Press). Considera que Ilíada y
Odisea la escribieron distintos poetas, y trata de demostrar que la Ilíada se
compuso durante un largo periodo de tiempo en el que el autor fue añadiendo
episodios sin seguir un orden narrativo, encontrándose, casi sin proponérselo,
con una pieza colosal cuyo desorden es precisamente uno de los grandes aciertos
de la composición del poema. West da por bueno el nombre de Melasigenes para
sustituir el de Homero: es un nombre que aparece en la ficticia Vida Herodotea,
y West cree que el dato puede tener base en la tradición y puede que ese fuera
el verdadero nombre de uno de los dos poetas, o el de la Iliada o el de la
Odisea. El libro de West agrega 300 páginas de detenidísimo comentario a
algunos momentos importantes del gran poema. En su recepción ha habido división
de opiniones. Hay quien lo reverencia como verdad por fin revelada y quien lo
considera una abusiva ficción sólo notable porque la ha publicado Oxford.
Lo que de verdad importa
Sea como fuere, aunque Luis
Alberto de Cuenca la califique de malsana y aburrida, la cuestión homérica no
deja de tener su encanto, y quien quiera profundizar en ella puede tomar como
puerta de entrada la, en todos los sentidos, extraordinaria edición de Ilíada
de rancisco. Javier Pérez publicada por A-bada, que culmina sus 150 páginas de
introducción con, acaso, la más poderosa traducción en verso que se haya hecho
del poema.
Y, finalmente, lo que
importan son los poemas, la potencia de los poemas. En la interpretación de los
mismos, por cierto, nadie se luce más que Eduardo Gil Bera en Ninguno es mi
nombre: su interpretación del episodio de las sirenas en la Odisea es de esas
interpretaciones tan prodigiosas que uno no puede volver a pasar por ese
episodio sin leer exactamente lo que Gil Bera supo ver, es decir, nos hizo ver.