Pedro Olalla
Atenas, 7 de mayo 2010
Aparte de los especuladores financieros, la democracia tiene en estos momentos otros dos grandes enemigos: los agitadores fascistas de todo signo y color, y los gobernantes corruptos e irresponsables. Estos dos enemigos –que, por desgracia, no son los únicos– quedaron bien patentes el pasado miércoles durante la multitudinaria manifestación en Atenas.
Cientos de miles de ciudadanos pacíficos salieron indignados a la calle para manifestarse contra un paquete de medidas claramente injusto. Salieron a pedir justicia y responsabilidad a sus políticos y se vieron atrapados en un campo de batalla infectado de humos y gases lacrimógenos, atrapados entre los exaltados irracionales que con sus bombas acabaron con la vida de tres inocentes y un desmedido aparato policial que es la cara visible de un gobierno acobardado y cerrado al diálogo.
En medio de este ambiente de caos, que los medios de comunicación se han esmerado en enfatizar, están la actitud y la demanda de la verdadera ciudadanía. Están los millares de manifestantes que, con la misma firmeza que reprueban los actos vandálicos, exigen a sus gobernantes responsabilidades directas por haber llevado al país al punto en el que está. Y, ante esto, oídos sordos.
Con la misma obstinación antidemocrática de los que tiran las bombas, los responsables de los dos grandes partidos que han ejercido el poder durante las últimas tres décadas guardan un antidemocrático silencio sobre sus responsabilidades. La ciudadanía demanda más verdad, menos ocultación de la realidad, menos voto de obediencia al partido y más lealtad al pueblo soberano. Está claro que no todos los que tienen o han tenido poder han actuado igual, pero también está claro que hay culpables. Culpables con nombres y apellidos, con direcciones, con cuentas corrientes, con propiedades en Grecia y en el extranjero. Culpables de connivencia, de escándalos, de sobornos, de delitos fiscales, de cobrar comisiones por licencias de obras o compra de armamento. El pueblo quiere que salgan de sus agujeros, que se incauten esas propiedades, que devuelvan el dinero robado. Quiere que tengan el valor de decir “pedimos créditos y nos apoderamos del dinero”, “volvimos a pedirlos y volvimos a hacerlo”, “y seguimos así hasta llegar la cosa adonde está”.
Mientras esto no suceda, la clase política no tiene ninguna autoridad moral para exigir a la ciudadanía sacrificios que hacen retroceder cien años las conquistas sociales, para congelar los sueldos, para recortar las pensiones y el salario básico, para facilitar los despidos, para aumentar los impuestos y para obligar al pueblo a contraer una deuda inmensa con especuladores, una deuda que no sabe cuánto tardará en pagar ni qué nuevos y onerosos compromisos le obligará a asumir en el futuro.
En los años de la dictadura griega (1967-1974), muchos lucharon, fueron a la cárcel, sufrieron el exilio o perdieron la vida porque el parlamento frente al que nos hemos manifestado el miércoles volviera a funcionar. Los que ahora gobiernan desde sus escaños deben probar que están a la altura moral. El ruido de las bombas y el silencio de los responsables amenazan a la democracia por igual.