Isla de Sifnos (Fotografía: Alfredo Boto)
Cuando Dios decidió repartir
el mundo, llamó a todos los pueblos y les dijo que fueran a verle, a lo largo
de la semana, para elegir el país en el que vivirían. “Acepto solicitudes hasta
el sábado”, aclaró. “El domingo descansaré”.
En la mañana del lunes,
primer día del plazo, se presentaron en
la cola los alemanes, y Dios les concedió un país grande y hermoso en el corazón
de Europa. Un poco más tarde, llegaron los chinos (todos en formación y
vestidos exactamente igual). Eran muchos y les concedió la China.
El martes, los franceses,
los italianos, los ingleses, los portugueses, los suecos, los americanos…
tomaron todos ellos posesión de sus respectivos países.
El miércoles acudieron todos
los africanos, ataviados con sus trajes multicolores. Dios les dio todo el
continente africano y les ordenó que lo compartieran.
El jueves llegaron los
aborígenes y Dios les entregó la enorme isla de Australia.
El viernes, puesto que
habían terminado con la burocracia, se presentaron ante Dios los rusos, que se
mostraron de acuerdo con las tierras que habían tomado los demás y se quedaron
con la helada pero bella Rusia.
El sábado llegaron todas las
tribus y naciones que faltaban y Dios les concedió las tierras que todavía
quedaban sin habitar. El mismo sábado por la noche, ya muy tarde, se
presentaron los gitanos con toda su prole. Dios les dijo que habían llegado muy
tarde y que ya no quedaba nada para repartir. Además, también eran muchos.
¿Dónde los iba a poner? A pesar de todo, ya que habían llegado dentro del plazo
establecido, les permitió dirigirse al país que quisieran y vivir allí, junto a sus habitantes. Y fue así que los gitanos se extendieron por todo
el mundo.
El domingo, Dios se sentó a
descansar. Se sentía contento. Con la llegada de la tarde, observó por la
ventana a una multitud que gritaba pidiendo ser recibida. Eran los griegos que,
como de costumbre, llegaban fuera del plazo establecido. Nada más llegar,
comenzaron a proferir sus ruegos:
--Abre la puerta, Dios
nuestro. ¡Te lo suplicamos! Nosotros también queremos una patria.
--Pero, ¿qué queréis ahora,
hijos míos? –respondió Dios- ¿No os advertí que el domingo descansaría?
--Lo sabemos, Dios nuestro;
pero confundimos las fechas. Por favor, no nos dejes sin nuestra patria como
has hecho con los gitanos… ¡Nosotros somos gente hogareña!
--Me parece muy bien, hijos
míos. Pero, ¿por qué no vinisteis más pronto? Ahora ya no queda nada, ni un
triste palmo de tierra. Ya lo repartí todo.
--¡Oh, Dios nuestro! –gritaban
los griegos, casi llorando- La culpa es nuestra. Vimos que tenías mucha tierra
para repartir y pensamos que al final quedaría algo para nosotros. No queríamos
esperar en la cola y esperamos a que los demás pueblos se fueran marchando a
sus países. Tenemos unas mentes tan valiosas, tenemos tanto que hacer y que
ofrecer al mundo… ¡No nos dejes sin patria! Puede que hayamos llegado tarde,
pero te prometemos que si nos concedes una patria, la defenderemos con nuestras
vidas.
--¿Qué puedo decir, hijos míos?
–les respondió Dios, rascándose la cabeza-. Ciertamente, vosotros sois los más
inteligentes, pero la triste verdad es que ya no queda más tierra para
repartir. Lo siento mucho.
--¡Te lo suplicamos por lo
que más quieras, Dios nuestro! ¡No queremos ser apátridas!
--Está bien. De acuerdo. Entonces
os daré el pequeño trozo de tierra que
había reservado para mí.
Traducción al castellano para La Pasión Griega:
Yorgos Jatsiandréu