La última vez
que estuve en Grecia fue durante el 11M.
Quedaban pocos meses para
las olimpiadas y el gran problema del país parecía ser si les daría tiempo a
acabar las instalaciones olímpicas, y el mayor dilema ético, si había que
exterminar a los canes que poblaban Atenas para dar buena imagen fuera o si
debían seguir libres y alimentados por los vecinos. Hoy, ocho años -dos
olimpiadas- después conocemos
el nombre propio de esos perros porque han protagonizado telediarios,
y las
ranas pueblan las piscinas olímpicas abandonadas.
Llegué gracias al dinero
europeo que entonces se empleaba en que los chavales de los países miembros se
entretuvieran. Tras un par de meses, volví con la idea de un país que me
pareció idéntico al mío, solo que con hombres más guapos, gente joven mejor
educada, unos años por delante para ponerse a nuestro nivel económico, un gran
orgullo de su legado histórico y un cierta tendencia al chanchullo más
descarada incluso que en España.
Atenas era ya entonces una
ciudad desastrosa, llena de socavones, con quioscos llenos de porno,
construcciones inenearrables y en la que mejor no cruzar por la Plaza Omonia.
Pero los souvlakis de un euro sabían a gloria, porque aunque fueran la comida
más barata y comieras demasiados, se devoraban mirando a la Acrópolis, que
vigilaba que todo siguiera rumbo a mejor.
Ocho años después, Grecia
conoce el hambre y España pelea por no ser la nueva Grecia.
Este agosto he vuelto con la
visión incompleta del turista, acompañada de alguien capaz de retratar lo que
está pasando. Días después, al escribir estas líneas, queda la inquietud de que
haya sido un viaje al futuro -y a lo que hay después del futuro-.
Para el viajero casi todo
parece igual, porque la Acrópolis, Olympia o las islas siguen ahí y la belleza
del verde, el azul y la piedra distraen de la mirada de la gente, que es ahora
más sombría. En Atenas, donde más se notan los problemas, al caos anterior se
han unido ahora los sin hogar de los que hablan los periódicos, los niños
rumanos vendiendo mecheros a los turistas o tocando un acordeón en miniatura,
las tiendas desiertas, las calles y los edificios que ya parecían a punto de
caerse hace ocho años peor que nunca y llenos de carteles, las pintadas contra
Merkel.
Al salir corriendo de la
axfisiante capital de la crisis rumbo a Delfos o Meteora, se disfrutan los
impresionantes paisajes griegos mientras se esquivan cadáveres de perros y
gatos atropellados en las carreteras que nadie parece recoger. Más vale tener
cuidado en ellas, porque si alguien te da un golpe no dejará parte al seguro.
Ya nadie lo hace, explica la chica del alquiler de coches de la calle Amalia en
un español sin acento con una humanidad nunca vista en este tipo de negocios.
La clase media ya no está para cortesías.
Cada griego con el que hablo
parece tener su teoría sobre la crisis, perfeccionada por cinco años de
recesión, y desarrollada con un conocimiento de la situación social, política y
económica europea que es más difícil ver en España. Uno se pregunta cuanto
pagarán a esta joven por su trabajo, y después piensa que igual ni lo hacen
desde hace meses, en esa agonía que supone consevar un puesto moribundo que
empieza a verse con normalidad también en nuestro país. Las
cifras: salario mínimo de 585 euros, 500 para los jóvenes, 25% de la
población amenazada por la pobreza, desempleo del 23% y del 54,5% para los menores
de 24, sueldos con una caída del 23% en el sector privado y del 37% en el
público o las pensiones.
Cada uno parece tener
también su drama, como Aristóteles, que tuvo que dejar su trabajo como artesano
para alimentar turistas hambrientos en un fast food en Delfos, pero que trabaja
sobre cada uno de los deliciosos souvlakis que prepara con un mimo y una
seriedad conmovedoras.
Dice Stavroula, una
farmacéutica en Trikala que habla inglés e italiano, que la gente lo lleva por
dentro. Enseña una receta de ocho euros por la que ahora un paciente tendrá que
pagar casi 80: las farmacias han
tenido que dejar de adelantar el dinero de la subvención estatal
porque llevan meses sin recibir un euro. Ahora le tocará explicárselo a los
abuelos que vayan a su farmacia. No es que crea que España vaya a ser la
siguiente en caer; cree que de Europa quizá solo se salve Alemania.
A las pocas horas de viaje
uno se da cuenta de que el simple gesto de entregar el ticket tras una comida o
una noche de hotel se ha convertido en un acto de patriotismo. Con un IVA al
23%, gran parte del sector turístico se ha pasado definitivamente al negro.
Según un trabajo de campo de la SDOE, la unidad de crimen económico y
financiero griega, uno de cada dos negocios en zona turística olvida dar los
recibos, con un récord en Rethymno (Creta) del 84%. De nueve noches en
alojamientos de todo tipo, solo conservo cuatro tickets. Me
pregunto en qué grupo estaría yo en su situación, en ese círculo vicioso en
el que si defraudas, ayudas a que todo se hunda, incluido tu mismo. Y si no lo
haces, te hundes por la vía rápida.
A veces es el caso del
pequeño emporio familiar construido en los buenos tiempos y situado en un
pueblo de la Arcadia al que se llega por casualidad y en el que ofrecen hotel,
cena en el restaurante de al lado y desayuno para dos por 50 euros siempre que
no entregues ni el pasaporte. En otras ocasiones se trata de un pequeño hotel
en el que quizá antes la recomendación en la Lonely Planet debía ser
suficiente, pero donde ahora la dueña te explica que en invierno han tenido un
80% menos de trabajo, mientras hace como que apunta algo en un libro de
registro y te precunta sin mucha convicción si quieres comprobante.
Todos cuentan que el escaso
movimiento que se ve es fruto de agosto, que cada vez hay menos turismo griego
y que los europeos flaquean. Los precios teóricos que los hoteles griegos
cuelgan detrás de sus puertas siempre se pudieron negociar, pero ahora están
por los suelos incluso en su mes dorado.
Mientras hacemos kilómetros
bajo el sol, la sensación de que solo estamos paseando por la fina superficie
de pista de hielo aumenta. Compro el Athens News, como si los periódicos
pudieran explicar lo que les está pasando a los griegos y yo entenderlo con tan
solo unos días de viaje. Me me entero de que Chíos ha ardido y que la falta de
medios lo ha avivado, y me suena muy familiar. Leo
la historia de las revueltas en Hydra con peleas entra los habitantes
y la policía para impedir que se llevaran detenido a un vecino dueño de un
restaurante por defraudar a Hacienda. O los problemas de racismo, con
televisiones locales que lo animan, patrullas callejeras, ataques nazis contra
inmigrantes, guetos en el centro de Atenas. Historias de suicidios, de
yacimientos expoliados.
Entonces el viaje llega a la
isla de Ikaria, una de las miles de islas griegas. No la más bonita, ni la más
rica, ni la más pequeña o desconocida pero sí con un poco de todo eso y un
carácter especial. Cuando dijimos el nombre de nuestro destino, la
farmacéutica y la chica del alquiler suspiraron un poco y se les iluminó la
cara.
A Ikaria parece que el
estrés no ha llegado: el reloj está mal visto, la siesta es sagrada, la tasa de
enfermedades crónicas es baja, todo el mundo saluda a todo el mundo, está
llena de centenarios, se toman el trabajo de estar con los amigos muy en
serio, la dieta es mediterránea y todo ello parece estar naturalmente
relacionado. Incluso la leyenda que nos habían contado en la península resultó
ser cierta: en el pueblo de Christos Raches, los comerciantes llevan con
orgullo vivir no pendientes de los demás sino como les apetece a ellos… y nunca
les suele apetecer madrugar ni abrir sus tiendas antes de las 8 de la noche.
Lejos de Atenas, Ikaria está
acostumbrada a cuidar de si misma. "No, no os voy a alquilar una moto
porque aquí conducimos como locos, las carreteras están fatal y el hospital más
cercano está a dos horas", dicen al intentar repetir la jugada del
alquiler del transporte en un comercio local. El mismo escepticismo al boom de
los años anteriores parece protegerles ahora. Quien llega parece que ha viajado
al pasado, un pasado paralelo donde mirar el móvil en lugar de al mar se
evidencia estúpido. No soy tan inocente como para pensar que Ikaria es así,
porque pasa que la idea de un viaje dice más sobre uno mismo que sobre el lugar
visitado. Pero ojalá sea ese el futuro agazapado detrás del otro futuro.
Desde: huffingtonpost.es