Imagen reciente de una calle de Atenas
(foto: e-typos.com)
Pedro Olalla. Atenas
Hoy día, mientras en las
calles arden contenedores y en los parlamentos arden conquistas democráticas,
lo políticamente correcto es condenar la violencia.
Puede que la violencia sea
siempre violencia, pero los motivos de su utilización no son siempre éticamente
iguales. No es la misma la violencia que se utiliza para abusar y agredir que
la que se utiliza para defenderse de la agresión y del abuso. No es la misma la
violencia nacida del racismo y de la discriminación que la que nace de la lucha
contra ambos. No es la misma la violencia que se ejerce para imponer los
intereses propios que la que se utiliza para defender el interés común. No es
la misma la violencia que condena a la necesidad extrema que la que lucha
desesperadamente por salir de ella.
Pero de todas las
violencias, la peor es la de guante blanco: la ejercida desde el poder en favor
de intereses particulares y al amparo de una falaz legitimidad democrática. La
de gobiernos que, lejos de garantizar el derecho a la manifestación pacífica,
gasean sistemáticamente a quienes tratan de ejercerlo para no sentirse
cómplices de la injusticia; la de "representantes" de oídos sordos
que no se atreven a asomarse siquiera a la ventana de su parlamento para ver
que, desde hace ya tiempo, gobiernan de espaldas a una ciudadanía cada vez más
desesperada; la violencia de estar mintiendo reiteradamente a esa ciudadanía y
de escamotearle un referéndum para pronunciarse sobre pactos que la
comprometerán durante largos años y que están siendo firmados en su nombre por
gobiernos colaboracionistas de muy dudosa legitimidad democrática; la violencia
de haber dejado a 30.000 personas sin hogar durmiendo entre cartones otro
invierno más; la violencia de haber situado ya al 21% de la población del país
bajo el umbral de la pobreza; la violencia de condenar a una generación al
paro, a la emigración, o a la miseria de ser contratado por 500 euros y
acribillado a impuestos; la violencia de cortar el suministro eléctrico a las
familias mientras se subvenciona a fondo perdido a la banca; la violencia de
que para ver cumplido el derecho fundamental a la vivienda haya que hipotecarse
de por vida con los lobbies de la ingeniería financiera; la violencia de estar
desmantelando el Estado social y democrático para pagar la insensatez de los
políticos y el descontrol de la especulación; la violencia de estar enajenando
la riqueza y la soberanía nacional ante la sumisión y el miedo de sus
verdaderos dueños.
Ésa es la violencia que hay
que condenar, la impune violencia de guante blanco, la violencia impoluta de
los hipócritas que callan sabiéndose cómplices de un sistema que produce a
manos llenas miseria, explotación, desigualdad, colonialismo, guerra y muerte,
y que, sin embargo, hacen un consternado gesto de repulsa cuando ven volar una
piedra o arder un contenedor de basura.
La Violencia, en su sentido
original y etimológico, es una fuerza vital, un ímpetu: la fuerza que sustenta
una idea, un argumento, un acto, un cuerpo, un estado, incluso una virtud.
Violencia (Βία) era en la antigua Grecia una divinidad primigenia, que en las
laderas del Acrocorinto compartía santuario con Ananke, la Necesidad;
"conciliando violencia y justicia" ("βίαν τε και δίκην
συναρμόσας") forjó Solón las leyes de la Democracia; y no olvidemos nunca
que, en el fondo, la Justicia no es sino una violencia que trata de imponerse
sobre el abuso y la desigualdad, una violencia que hay que hacerse a uno mismo
para obrar conforme a la verdad y dando a cada cual lo que merece.
Es el uso de la fuerza, y no
la fuerza misma, lo que la ética debe juzgar. Condenar la violencia siempre
parecerá "políticamente correcto", pero mucho cuidado con la
demagogia.