Flores y mensajes en el lugar donde se suicidó el farmacéutico Dimitris Christoulas
Pedro Olalla. Atenas
Últimamente, por el espeso silencio de los informativos europeos sobre la situación de la sociedad griega, se filtran de vez en cuando noticias alarmantes sobre familias sin electricidad y sin petróleo, hospitales sin medios ni medicamentos, colas ingentes en las cocinas de beneficencia, proselitismo nazista a cambio de alimento, violencia policial y ataques furibundos a los emigrantes. Desgraciadamente, todo esto es verdad, aunque a veces se cuente con sensacionalismo.
También es cierto que miles
de personas duermen cada noche en las calles, que han cerrado más de cien mil
empresas, que muchísima gente trabaja sin cobrar con la ilusión perversa de
mantener su puesto un poco más, que se privatizan a precio de saldo recursos
naturales y bienes comunes, que la soberanía nacional está pisoteada y que todo
lo dicho sigue siendo negado y ocultado con el mayor cinismo.
Pero, al margen de esto,
sólo hace falta un dato para tomar conciencia suficiente de la tragedia: en los
últimos cuatro años, más de 2.500 personas se han quitado la vida. Que se sepa;
porque muchas familias lo ocultan por cuestiones de fe, por dolor, por
vergüenza. Desde que empezó la "crisis" hasta hoy, más de una persona
se ha suicidado cada día. No han sido sólo el farmacéutico Dimitris Christoulas
o el maestro Savvas Metikidis. Han sido cientos y cientos más, con nombres y
apellidos, día tras día. Y hoy también habrá alguien que, privado de sentido y
de esperanza, cogerá la escopeta, o la soga, o abrirá la ventana. Y mañana
también, aunque no nos lo cuenten las noticias. Sólo esto, sólo esto debería
bastar para demostrar y condenar el abominable fracaso.