jueves, 20 de noviembre de 2014

“BIRDING IN GREECE” (OBSERVAR AVES EN GRECIA)


“Grecia se define no sólo por el friso del Partenón, los monasterios colgantes de las rocas de Metéora o las casas blancas del archipiélago de las Cicladas…

Grecia se define también por el plumaje azulado de la carraca en la llanura de Kilkís, el planeo majestuoso del buitre negro sobre los bosques de pinos de Dadiá y los bandos incansables del halcón de Eleonor en los escarpados acantilados de la isla de Antikíthira”.

George Handrinos

Por Beatriz Cárcamo Aboitiz

Estas palabras, presentes en el prólogo del libro “Birding in Greece. Travel guide to birdwatching sites in Greece” (“Observar aves en Grecia. Guía de los lugares para el avistamiento de aves en Grecia”), abren los ojos del lector a la Grecia escondida a plena vista, a la parte alada y sonora que acompaña al viajero sin que, la mayor parte de las veces, éste sea consciente de su presencia. Los observadores de aves que visitan Grecia llegan mejor preparados y, sin embargo, su asombro y su emoción al encontrarse con los pájaros siempre superan sus expectativas; yo he disfrutado esa sorpresa ajena múltiples veces.

Grecia es un país de pájaros, se han descrito 449 especies (muchas, si tenemos en cuenta que en España, cuatro veces mayor en superficie, se han descrito 569) y, como podemos leer en el libro, es probable que el número siga aumentando a la par que lo va haciendo el número de aficionados a las aves del país, esos pajareros que hace no muchos años eran, en sí mismos, rara avis. Además, la posición del país en un cruce de caminos entre tres continentes hace que, al igual que pasó siempre con las poblaciones humanas, aves de Europa, Asia y África se encuentren allí, de manera que Grecia representa a menudo el límite de distribución (hacia el este, el oeste o el sur) de muchas de ellas. Es el caso de la curruca de Rüppell (Syliva rueppelli) o del abejaruco persa (Merops persicus) durante su migración en el límite occidental, el mochuelo chico (Glaucidium passerinum) en el límite meridional o el zarcero común (Hippolais polyglotta) en el límite oriental. 


Mi primer contacto con Grecia fue con su naturaleza. Llegué y no sabía decir “gracias” en griego, no sabía quién era el primer ministro en aquel entonces ni me esperaba que fuera a vivir en una tierra, Tracia, que alberga a hablantes de otras lenguas, el turco y el pomak, además del griego. Lo desconocía todo. También lo ignoraba prácticamente todo de las aves. Al tercer día de mi llegada, observé decenas de buitres leonados, buitres negros y alimoches a pocos metros sobre mi cabeza en uno de los múltiples claros de los bosques de Dadiá. Fue un momento de una intensidad tal, de una emoción tan inabarcable, que se me quedó grabado para siempre en la memoria y en el corazón. Me rodeaban personas apasionadas por los pájaros, griegos y no, que compartieron conmigo ese tesoro de todos en el que tan pocos reparan.  Así, cuando un día me enteré de la forma en que se cuenta que murió Esquilo, a mí ya me habían enseñado que el águila real tiene la costumbre de agarrar tortugas, ganar altura y lanzarlas al vacío sobre rocas para romper el caparazón y comérselas, y había visto ya pruebas de ello. No me pareció, pues, tan raro. Quizás sí sea raro pensar en Aristóteles como el primer observador de aves documentado de la Historia (“Sabemos que Aristóteles ya observó el picapinos”, escribió hace unos años J. Ernesto Ayala-Dip en una maravillosa columna literario-pajarera). Y rarísimo me pareció que los sabios concursantes de “Saber y Ganar” de hace unas semanas confundieran al mochuelo (Athene noctua), el ave de Atenea, con un búho o una lechuza. No es lo mismo, y hay un cierto placer en reconocer las diferencias. Una puede sentirse en el paraíso en una playa en Gramvusa, al  noroeste de Creta, sólo por estar allí, pero será más consciente de ese pequeño privilegio si se fija en los halcones de Eleonor que vuelan sobre su cabeza. ¡Halcones que invernan en Madagascar, y de los que el 80% de la población se reproduce en Grecia! No es lo mismo, tampoco, terminar una visita a Delfos habiendo añadido a la visión del conjunto arqueológico los colores de un trepador ruprestre (Sitta neumayer) o una curruca de Rüppell. La consciencia de estar pisando un trozo de tierra extraordinario aumenta, el goce se multiplica.

Pasa algo parecido al estudiar la lengua griega. Una vez escribí sobre los nombres de los pájaros en griego, en una lección que dejé inacabada. Aprender griego era para mí más emocionante si cabe que aprender a reconocer las especies de aves, así que la unión de ambas cosas era, sigue siéndolo, una fuente inagotable de disfrute. El chorlitejo chico es en griego Ποταμοσφυριχτής (“potamosfirijtís”, que silba en el río), el chotacabras es el Γιδοβύζι (“yidovizi”, teta de cabra), el milano real es el Ψαλιδιάρης (“psalidiaris”, tijerero, por la forma de su cola), el alcaudón común es el Κοκκινοκεφαλάς (“kokinokefalás”, cabezón rojo), el escribano cabecinegro es el Αμπερλουργός (“ambelurgós”, viticultor, por su tendencia a anidar en los viñedos). ¿No son todos estos nombres maravillas?

La publicación de “Birding in Greece” cubre una parte más del gran hueco existente en Grecia en lo que a la divulgación de su medio natural se refiere, y recopila en un solo volumen información ornitológica recabada durante los últimos años, que hasta ahora se encontraba sólo de forma dispersa y a menudo inencontrable. Puede ser un buen punto de partida para aquellas personas deseosas de añadir más colores y sonidos a sus Grecias personales. Que tengan en cuenta, eso sí, que una vez que se sumerjan en la Grecia pajaril, no podrán ya dejarla de lado.