“Grecia se define
no sólo por el friso del Partenón, los monasterios colgantes de las rocas de
Metéora o las casas blancas del archipiélago de las Cicladas…
Grecia se define
también por el plumaje azulado de la carraca en la llanura de Kilkís, el planeo
majestuoso del buitre negro sobre los bosques de pinos de Dadiá y los bandos
incansables del halcón de Eleonor en los escarpados acantilados de la isla de
Antikíthira”.
George Handrinos
Por Beatriz Cárcamo Aboitiz
Estas palabras, presentes en
el prólogo del libro “Birding
in Greece. Travel guide to
birdwatching sites in Greece”
(“Observar aves en Grecia. Guía de los lugares para el avistamiento
de aves en Grecia”), abren los ojos del lector a la Grecia escondida a plena
vista, a la parte alada y sonora que acompaña al viajero sin que, la mayor
parte de las veces, éste sea consciente de su presencia. Los observadores de aves que visitan Grecia llegan mejor
preparados y, sin embargo, su asombro y su emoción al encontrarse con los
pájaros siempre superan sus expectativas; yo he disfrutado esa sorpresa ajena
múltiples veces.
Grecia es un país de
pájaros, se han descrito 449 especies (muchas, si tenemos en cuenta que en
España, cuatro veces mayor en superficie, se han descrito 569) y, como podemos
leer en el libro, es probable que el número siga aumentando a la par que lo va
haciendo el número de aficionados a las aves del país, esos pajareros que hace
no muchos años eran, en sí mismos, rara
avis. Además, la posición del país en un cruce de caminos entre tres
continentes hace que, al igual que pasó siempre con las poblaciones humanas,
aves de Europa, Asia y África se encuentren allí, de manera que Grecia
representa a menudo el límite de distribución (hacia el este, el oeste o el
sur) de muchas de ellas. Es el caso de la curruca de Rüppell
(Syliva rueppelli) o del abejaruco
persa (Merops persicus) durante su
migración en el límite occidental, el mochuelo chico (Glaucidium passerinum) en el límite meridional o el zarcero común (Hippolais polyglotta) en el límite
oriental.
Mi primer contacto con
Grecia fue con su naturaleza. Llegué y no sabía decir “gracias” en griego, no
sabía quién era el primer ministro en aquel entonces ni me esperaba que fuera a
vivir en una tierra, Tracia, que alberga a hablantes de otras lenguas, el turco
y el pomak, además del griego. Lo desconocía todo. También lo ignoraba
prácticamente todo de las aves. Al tercer día de mi llegada, observé decenas de
buitres leonados, buitres negros y alimoches a pocos metros sobre mi cabeza en
uno de los múltiples claros de los bosques de Dadiá. Fue un momento de una
intensidad tal, de una emoción tan inabarcable, que se me quedó grabado para
siempre en la memoria y en el corazón. Me rodeaban personas apasionadas por los
pájaros, griegos y no, que compartieron conmigo ese tesoro de todos en el que tan
pocos reparan. Así, cuando un día me
enteré de la forma en que se cuenta que murió Esquilo, a mí ya me habían
enseñado que el
águila real tiene la costumbre de agarrar tortugas,
ganar altura y lanzarlas al vacío sobre rocas para romper el caparazón y
comérselas, y había visto ya pruebas de ello. No me pareció, pues, tan raro.
Quizás sí sea raro pensar en Aristóteles como el primer observador de aves
documentado de la Historia (“Sabemos que Aristóteles ya observó el picapinos”,
escribió hace unos años J. Ernesto Ayala-Dip en una maravillosa
columna literario-pajarera). Y rarísimo me pareció que los sabios
concursantes de “Saber y Ganar” de hace unas semanas confundieran al mochuelo (Athene noctua), el ave de Atenea, con un
búho o una lechuza. No es lo mismo, y hay un cierto placer en reconocer las
diferencias. Una puede sentirse en el paraíso en una playa en Gramvusa, al noroeste de Creta, sólo por estar allí, pero
será más consciente de ese pequeño privilegio si se fija en los halcones de
Eleonor que vuelan sobre su cabeza. ¡Halcones que invernan en Madagascar, y de
los que el 80% de la población se reproduce en Grecia! No es lo mismo, tampoco,
terminar una
visita a Delfos habiendo añadido a la visión del conjunto
arqueológico los colores de un trepador ruprestre (Sitta neumayer) o una curruca de Rüppell. La consciencia de estar
pisando un trozo de tierra extraordinario aumenta, el goce se multiplica.
Pasa algo parecido al
estudiar la lengua griega. Una vez escribí sobre los nombres de los pájaros en griego,
en una lección que dejé inacabada. Aprender griego era para mí más emocionante
si cabe que aprender a reconocer las especies de aves, así que la unión de
ambas cosas era, sigue siéndolo, una fuente inagotable de disfrute. El
chorlitejo chico es en griego Ποταμοσφυριχτής
(“potamosfirijtís”, que silba en el río), el chotacabras es el Γιδοβύζι (“yidovizi”, teta de cabra), el milano
real es el Ψαλιδιάρης
(“psalidiaris”, tijerero, por la forma de su cola), el alcaudón común es el Κοκκινοκεφαλάς (“kokinokefalás”, cabezón
rojo), el escribano cabecinegro es el Αμπερλουργός (“ambelurgós”, viticultor,
por su tendencia a anidar en los viñedos). ¿No son todos estos nombres
maravillas?
La publicación de “Birding
in Greece” cubre una parte más del gran hueco existente en Grecia en lo que a
la divulgación de su medio natural se refiere, y recopila en un solo volumen
información ornitológica recabada durante los últimos años, que hasta ahora se
encontraba sólo de forma dispersa y a menudo inencontrable. Puede ser un buen
punto de partida para aquellas personas deseosas de añadir más colores y
sonidos a sus Grecias personales. Que tengan en cuenta, eso sí, que una vez que
se sumerjan en la Grecia pajaril, no podrán ya dejarla de lado.