Concha Velasco en un momento de su interpretación
(Fotografía: Jero Morales (EFE))
(Fotografía: Jero Morales (EFE))
Intensa, desgarrada, llena de verdad y rabia, Concha Velasco se ha metido en la piel de Hécuba hasta hacerse una con la reina troyana convertida en esclava por los vencedores de la guerra. Hécuba concentra su inmenso sufrimiento por la muerte de sus hijos en la crueldad de su venganza, y la actriz vallisoletana está espléndida en el papel de esta anciana sensata, inteligente y digna a la que el último zarpazo de su cruel destino inunda de una cólera nada irracional que la convierte en una némesis justiciera sin un ápice de piedad.
El impresionante final, en
el que los gritos de Hécuba, anegada de dolor y arrepentimiento, se confunden
con el aullido de la perra en la que la convirtieron los dioses según alguna
versión mitológica, hizo ponerse en pie al público que llenaba el teatro romano
de Mérida el pasado jueves y premió este gran trabajo con una interminable
ovación extendida al resto del amplio reparto.
José
Carlos Plaza realiza una puesta en escena sobria y
compleja, llena de calidades sombrías, y firma también la escenografía,
salpicada de las ruinas humeantes de la ciudad destruida, muy a tono con el
fondo y la forma de la tragedia escrita por Eurípides (480-406 a. C.) en torno al año 424 antes de Cristo, que
se desarrolla en el campamento militar donde los griegos aguardan para partir
una vez acabada la guerra de Troya.
Las nobles de la ciudad
derrotada forman parte del botín de los vencedores, y la misma reina Hécuba ha
correspondido como sierva al astuto Ulises. El fantasma de Aquiles demanda el
sacrificio de una hija de los reyes troyanos como condición para que los aqueos
puedan regresar a sus casas. Inmolada Políxena, las olas vomitan el cadáver de
Polidoro, también hijo de Príamo y Hécuba, que habían encomendado su custodia a
Poliméstor junto con una cuantiosa porción del tesoro real. Asesinado por su
presunto protector para quedarse con la fortuna, su muerte colma la paciencia
de Hécuba, que se venga ferozmente del asesino y justifica su acción ante el
sobrecogido Agamenón: «Para todas las ciudades es bueno que el malo sea
castigado», le dice.
La ajustada y muy plástica
versión de Juan Mayorga hace que la
acción tenga la fluidez del agua de un manantial que derrama sobre los humanos
las desgracias y el dolor. El espectáculo, una pizca confuso en un par de escenas
musicales, está revestido de trágica dignidad, en un tono elegíaco que desvela
también las pulsiones fieramente humanas de los personajes; no en vano fue
Eurípides el dramaturgo que alejó las luces de la tragedia de la frente de los
dioses para acercarla a la estatura de los hombres.
La Velasco -permítanme ese
«la» patrimonio de las grandes- ha hecho cine, televisión y teatro, ha cantado
y bailado, presenta un programa de televisión, y lo que te rondaré, morena,
pero es la primera vez que se calza los coturnos clásicos para protagonizar una
tragedia griega. Parece que lo llevara haciendo desde antes de «Las chicas de
la Cruz Roja», porque posee el secreto de la naturalidad emotiva.
Junto a ella, José Pedro Carrión es un estupendo
Ulises que sabe acomodar las razones a su razón, Juan Gea encarna a un regio Agamenón tonante, y María Isasi está soberbia como la digna
y trémula Políxena entregada al sacrificio.
El montaje se anunciaba como
uno de los platos fuertes de esta 59ª edición del Festival Internacional de
Teatro Clásico de Mérida, y desde luego ha justificado la expectación; así lo
entendieron los espectadores con sus largas salvas de aplausos y bravos, y
gritando ¡guapa! a una emocionadísima Concha, que dedicó la función a la
memoria de Miguel Narros y se declaró muy satisfecha porque su nieto Samuel la
hubiera visto por primera vez sobre un escenario y en un personaje tan grande.
Hécuba en Mérida (fragmento)